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Probadita: Conegina




Sinopsis: 
Una chica-conejo descubre que un hombre-zorro, además de ser su vecino en el complejo de edificios donde vive, es también su nuevo ginecólogo. Y que este zorro tiene una boca muy, muy grande para chupársela mejor.





Nos quedamos en silencio cuando él me quitó el aparato de la vagina. Me contraje un poco y gemí despacito. Tuve el instinto de cerrar las piernas de inmediato, pero, suspendidas como estaban, no era algo que pudiera hacer. Sin embargo, mis muslos se contrajeron como si quisiera juntar las piernas. 

Creo que él lo notó, pero no dijo nada. Sentí mucha vergüenza. 


―Ahora voy a recolectar un cultivo de tu fluido… ―Se detuvo un instante, como si estuviera pensando mejor lo que decía―. ¿Preferirías que la Técnico hiciera esto cuando te hagas los análisis?



Él lo sabía. Sabía que le tenía miedo. Si solo fuera una consulta médica, habría podido decir que prefería ir con la analista, y ni siquiera habría tenido que verlo para la lectura de los exámenes si cambiaba de ginecólogo. Pero él era mi vecino y nos seguiríamos encontrando día tras día en el ascensor; entonces esos intensos ojos amarillos quedarían viendo fijo en mi dirección, como el zorro animal entre el pastizal, a la espera de que la coneja hiciera un movimiento en falso para atacar y echar una carrera por la que yo, la presa, apostaría su vida. 



―N-no. Está bien así ―mentí, por supuesto.



―Bien… ―Sin parecer convencido, el Dr. Fox se movió hacia a mi entrepierna con un isopo para recolectar mi muestra. 



Me lastimó un poco y lloriqueé cuando lo hizo. Él me miró con una ceja arqueada.



―¿Te dolió mucho? ―preguntó, viéndome directamente a los ojos. Su mirada, lejos de ser juiciosa, me transmitió confianza: era la mirada de un canino que juguetea con su presa. 



Al darme cuenta, sus dedos ya estaban en la cara interior de mi muslo, separando los labios mayores de mi vulva al estirarme la piel desde ahí. Me sonrojé al notar que su movimiento ensanchaba mi coñito, de manera que pude sentir el fresco del aire pasar por mi abertura. Contraje levemente la pelvis cuando él tomó una nueva muestra, con menos dolor que la vez anterior.



Me sentí aliviada de que hubiera terminado, así que los músculos de mis piernas se relajaron de forma automática. Volví a respirar de manera consciente. Aunque mi alivio duró poco porque, al levantarse de entre mis piernas, hallé al Dr. Fox babeando sobre mí, de manera tal que no podía esconder la saliva que se le escurría entre los afilados dientes de carnívoro, con la forma repetida de colmillos en las hileras de su dentadura.



―Ah, disculpa, yo… ―intentó excusarse, haciendo un movimiento hacia atrás con los hombros, pero que el resto de su cuerpo, desde el torso a las caderas, no quiso perpetuar―. Somos vecinos, ¿cierto?



―S-sí… ―afirmé, medio intrigada, medio orinándome del miedo en un chorro directo hacia su bata de médico. Yo no era una mofeta, pero sí descendía de una larga estirpe de conejas territoriales. Esa era mi respuesta automática y biológica al miedo que infundía el que invadieran mi espacio personal.


  
El Dr. Fox se miró el traje recién orinado y comenzó a reírse mientras cogía una toalla de papel para secarse. El impacto tuvo que ser lo suficientemente impresionante como para hacerlo dejar de babear.



―Pero mira qué desastre has hecho, conejita…



―¿¡Yo hice un desastre!? ―pregunté, incrédula ante su cinismo.



―Sí, tú ―su voz canturreante de zorro malandro empezaba a hacerme enojar. 



Hice un puchero antes de responder:



―¡Estabas babeándome toda! ―le reproché, más indignada que antes. Mi rostro de chica-coneja hacía que ningún enojo mío se viera como una amenaza real: más bien, me parecía más a un peluche afelpado con las cejas torcidas hacia abajo cuando hacía alguna expresión gruñona.  



―¿¡Babéandote!? ¿¡Yo!?



―¡Sí! ―lo increpé―. Te salivaba toda la boca. Mira, todavía tienes baba en el mentón.



El pareció conmocionado y se quedó quieto para pasar su mano por la comisura del labio, justo donde su saliva había resbalado. En efecto, su mano no salió limpia de ahí.



―Yo… no sé qué decir. 



―¡Eres un zorro depredador! ―lo acusé, intentando salirme de la silla. Él pareció reaccionar y me afirmó las piernas a las perneras de la silla.



―¡No sé qué o por qué hice eso! ―Me miró de frente. Sus ojos estaban borrachos de deseo, a la vez que su boca se inclinaba en dirección a mi coño, babeando de nuevo por entre sus afilados incisivos. 
En menos de un segundo, su mandíbula estaba enterrada en mi coño. Sus incisivos afilados rasgaban los blancos vellos de mi monte, con la suficiente presión para dejar amoratada la zona, pero no lo bastante para enterrarse en mi tierna piel. Su lengua comenzó a lamerme como si buscara un conejo escondido en mi vagina, tal si ella fuera una madriguera.  



Me incliné para levantarme, pero eso solo hizo que el movimiento aumentara la separación de mis piernas y me abriera aún más a él, dejándolo meter su lengua tan profundo en mi entradita, que me estremecí al instante en que la punta alcanzó a llegar a mi zona rugosa.



―N-no pares, por favor ―acabé por decir. Nunca ningún macho había alcanzado mi Punto G, mucho menos con la lengua: sus vergas siempre estaban más ocupadas en comprobar los suave y húmeda que podía ser una conejita como yo. Ni hablar de la ausencia de garras que fueran por mi cremita. 



Él pareció obedecerme, porque continuó con sus lamidas más rápido, apuntando a mi entrada vaginal como si su lengua se tratara de un dildo. Sus dedos, cuyas uñas juro y perjuro que se alargaron desde que comenzó a toquetearme, separaron los labios de mi coño para chuparme mejor, a la par que el dedo medio de su mano izquierda iba masturbando mi capullo rosadito y erecto por sus atenciones.


  
Dioses míos… me vine en un orgasmo líquido cuando me chorreteé en su boca. De inmediato, toda la tensión que había sentido antes de llegar a la consulta del médico se había esfumado.


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